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Rub�n Dar�o |
Aguafuerte | |
�Pero para d�nde diablos iba? Y se entr� en una casa cercana de donde sal�a un ruido met�lico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de holl�n, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno mov�a el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carb�n, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas p�lidas, �ureas, azulejas, replandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojec�an largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo tr�mulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resist�an el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vest�an camisas de lana de cuellos abiertos, y largos delantales de cuero. Alcanz�baseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo; y sal�an de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Amico, parec�an los m�sculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas, ten�an tallas de c�clopes. A un lado, una vantanilla dejaba pasar apenas un haz de rayo de sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca com�a uvas. Y sobre aquel fondo de holl�n y de carb�n, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos, hac�an resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono dorado. Ricardo pensaba: -Decididamente, una excursi�n feliz al pais del arte... |
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