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Rub�n Dar�o |
Bet�n y Sangre | |
Todas las ma�anas al cantar el alba, saltaba de su peque�o lecho, como un gorri�n alegre que deja el nido. Haciendo trompeta con la boca, se empez� a vestir ese d�a, recorriendo todos los aires que echan al viento por las calles de la ciudad los organillos ambulantes. Se puso las grandes medias de mujer que le hab�a regalado una sirvienta de casa rica, los calzones de casimir a cuadros que le gan� al gringo del hotel, por limpiarle las botas todos los d�as durante una semana, la camisa remendada, la chaqueta de dril, los zapatos que sonre�an por varios lados. Se lav� en una palangana de lata que llen� de agua fresca. Por un ventanillo entraba un haz de rayos de sol que iluminaba el cuartucho destartalado, el catre cojo de la vieja abuela, a quien �l, Periqu�n, llamaba "mam�"; el ba�l antiguo forrado de cuero y claveteado de tachuelas de cobre, las estampas, cromos y retratos de santos, San Rafael Arc�ngel, San Jorge, el Coraz�n de Jes�s, y una oraci�n contra la peste, en un marquito, impresa en un papel arrugado y amarillo por el tiempo. Concluido el tocado, grit�: -�Mam�, mi caf�! Entr� la anciana rezongando, con la taza llena del brebaje negro y un peque�o panecillo. El muchacho beb�a a gordos tragos y mascaba a dos carrillos, en tanto que o�a las recomendaciones: -Pagas los chorizos donde la Braulia. �Cuidado con andar retozando! ... con andar retozando! Pagas en la carpinter�a del Canche la pata de la silla, que cuesta real y medio. �No te pares en el camino con la boca abierta! Y compras la cecina y traes el chile para el choj�n. Luego, con una gran voz dura, voz de rega�o: "Antier, cuatro reales; ayer siete reales. �Si hoy no traes siquiera un peso, ver�s qu� te sucede!" A la vieja le vino un acceso de tos. Periqu�n mascull�, encogi�ndose de hombros, un �c�spitas!, y luego un �ah, s�! El �ah, s�! de Periqu�n enojaba a la abuela, y cogi� su cajoncillo, con el bet�n, el peque�o frasco de agua, los tres cepillos; se encasquet� su sombrero averiado y de dos saltos se plant� en la calle trompeteando la marcha de Boulanger: �tee-te-re-te-te-te chin!... El sol, que ya brillaba esplendorosamente en el azul de Dios, no pudo menos que sonre�r al ver aquella infantil alegr�a encerrada en el cuerpecito �gil, de doce a�os; j�bilo de p�jaro que se cree feliz en medio del enorme bosque. Subi� las escaleras de un hotel. En la puerta de la habitaci�n que ten�a el n�mero 1, vio dos pares de botinas. Las unas, eran de becerro com�n, finas y fuertes, calzado de hombre; las otras, unas botitas diminutas que sub�an denunciando un delicado tobillo y una gordura ascendente que hubiera hecho meditar a Periqu�n, limpiabotas, si Periqu�n hubiera tenido tres a�os m�s. Las botitas eran de cabritilla, forradas en seda color de rosa. El chico grit�: -�Lustren! Lo cual no fue �s�samo �brete! para la puerta. Apareci� entonces un sirviente del establecimiento que le dijo riendo: -No se han levantado todav�a; son unos reci�n casados que llegaron anoche de la Antigua. Limpia los del se�or; a los otros no se les da lustre; se limpian con un trapo. Yo los voy a limpiar. El criado les sacudi� el polvo, mientras Periqu�n acometi� la tarea de dar lustre al calzado del novio. Ya la marcha del general Boulanger estaba olvidada en aquel tierno cerebro; pero el instinto filarm�nico indominable ten�a que encontrar la salida y la encontr�; el muchacho al comp�s del cepillo, canturreaba a media voz: Yo vi una flor hermosa, fresca y lozana; pero dej� de cantar para poner el o�do atento. En el cuarto sonaba un ruido armonioso y femenino; se desgranaban las perlas sonoras de una carcajada de mujer; se hablaba animadamente y Periqu�n cre�a escuchar de cuando en cuando el estallido de un beso. En efecto, un alma de fuego se beb�a a intervalos el aliento de una rosa. Al rato se entreabri� la puerta y apareci� la cabeza de un hombre joven: -�Ya est� eso? -S� se�or. -Entra. Entr�. Entr� y, por el momento, no pudo ver nada en la semioscuridad del cuarto. S�, sinti� un perfume, un perfume tibio y "�nico", mezclado con ciertos efluvios de whiterose, que brotaba en ondas tenues del lecho, una gran cama de matrimonio, donde, cuando sus ojos pudieron ver claro, advirti� en la blancura de las s�banas un rostro casi de ni�a, coronado por el yelmo de bronce de una cabellera opulenta; y unos brazos rosados tendidos con l�nguida pereza sobre el cuerpo que se modelaba. Cerca de la cama estaban dos, tres, cuatro grandes mundos, todo el equipaje; sobre una silla, una bata de seda plomiza con alamares violeta; en la capotera, un pantal�n rojo, una levita de militar, un kepis con galones y una espada con su vaina brillante. El se�or estaba de buen humor, porque se fue al lecho y dio un cari�oso golpecito en una cadera a la linda mujer. -�Y bien, haragana! �Piensas estar todo el d�a acostada? �Caf� o chocolate? �Lev�ntate pronto; tengo que ir a la Mayor�a! Ya es tarde. Parece que me quedar� aqu� de guarnici�n. �Arriba! Dame un beso. �Chis, ch�s! Dos besos. �l prosigui�: -�Por qu� no levanta a ni�a bonita? �Vamo a darle uno azote! Ella se le colg� del cuello, y Periqu�n pudo ver hebras de oro entre lirios y rosas. -�Tengo una pereza! Ya voy a levantarme. �Te quedas, por fin aqu�! �Bendito sea Dios! Maldita guerra. P�same la bata. Para pon�rsela salt� en camisa, descalza. Estaba all� Periqu�n; pero qu�: un chiquillo. Mas Periqu�n no le desprend�a la mirada, y ten�a en la comisura de los labios la fuga de una sonrisa maliciosa. Ella se aboton� la bata, se calz� unas pantuflas, abri� una ventana para que penetrara la oleada de luz del d�a. Se fij� en el chico y le pregunt�: -�C�mo te llamas? -Pedro. -�Cu�ntos a�os tienes? �De d�nde eres? �Tienes mam� y pap�? �Y hermanitas? �Cu�nto ganas en tu oficio todos los d�as? Periqu�n respond�a a todas las preguntas. El capit�n Andr�s, el buen mozo reci�n casado, que se paseaba por el cuarto, sac� de un rinc�n un par de botas federicas, y con un peso de plata nuevo y reluciente se las dio al muchacho para que las limpiara. �l, muy contento, se puso a la obra. De tanto en tanto, alzaba los ojos y los clavaba en dos cosas que le atra�an: la dama y la espada. �La dama! �S�! �l encontraba algo de sobrehumano en aquella hermosura que desped�a aroma como una flor. En sus doce a�os, sab�a ya ciertos asuntos que le hab�an referido varios p�caros compa�eros. Aquella pubertad naciente sent�a el primer formidable soplo del misterio. �Y la espada! Esa es la que llevan los militares al cinto. La hoja al sol es como un rel�mpago de acero. �l hab�a tenido una chiquita, de lata, cuando era m�s peque�o. Se acordaba de las envidias que hab�a despertado con su arma; de que �l era el grande, el primero, cuando con sus amigos jugaba a la guerra; y de que una vez, en ri�a con un zaparrastroso gordinfl�n, con su espada le hab�a ara�ado la barriga. Miraba la espada y la mujer. �Oh, pobre ni�o! �Dos cosas tan terribles! Sali� a la calle satisfecho y al llegar a la plaza de Armas oy� el vibrante clamoreo de los cobres de una fanfarria marcial. Entraba tropa. La guerra hab�a comenzado, guerra tremenda y a muerte. Se llenaban los cuarteles de soldados. Los ciudadanos tomaban el rifle para salvar la patria, herv�a la sangre nacional, se alistaban los ca�ones y los estandartes, se preparaban pertrechos y v�veres; los clarines hac�an o�r sus voces en e y en i; y all�, no muy lejos, en el campo de batalla, entre el humo de la lucha, se emborrachaba la p�lida Muerte con su vino rojo... Periqu�n vio la entrada de los soldados, oy� la voz de la m�sica guerrera, dese� ser el abanderado, cuando pas� flameando la bandera de azul y blanco; y luego ech� a correr como una liebre, sin pensar en limpiar m�s zapatos en aquel d�a, camino de su casa. All� le recibi� la vieja rega�ona: -�Y eso ahora? �Qu� vienes a hacer? -Tengo un peso -repuso, con orgullo, Periqu�n. -A ver. D�melo. �l hizo un gesto de satisfacci�n vanidosa, tir� el caj�n del oficio, meti� la mano en su bolsillo... y no hall� nada. �Truenos de Dios! Periqu�n tembl� conmovido: hab�a un agujero en el bolsillo del pantal�n. Y entonces la vieja: -�Ah, sinverg�enza, bruto, caballo, bestia! �Ah, infame!, �ah, bandido!, �ya vas a ver! Y, en efecto, agarr� un garrote y le dio uno y otro palo al pobrecito: -�Por animal, toma! �Por mentiroso, toma! Garrotazo y m�s garrotazo, hasta que desesperado, llorando, gimiendo, arranc�ndose los cabellos, se meti� el sombrero hasta las orejas, le hizo una mueca de rabia a la "mam�" y sali� corriendo como un perro que lleva una lata en la cola. Su cabeza estaba pose�da por esta idea: no volver a su casa. Por fin se detuvo a la entrada del mercado. Una frutera conocida le llam� y le dio seis naranjas. Se las comi� todas de c�lera. Despu�s ech� a andar, meditabundo, el desgraciado limpiabotas pr�fugo, bajo el sol que le calentaba el cerebro, hasta que le dio sue�o en un portal, donde, junto al canasto de un buhonero se acost� a descansar y se qued� dormido. El capit�n Andr�s recibi� orden aquel mismo d�a de marchar con fuerzas a la frontera. Por la tarde, cuando el sol estaba para caer a Occidente arrastrando su gran cauda bermeja, el capit�n, a la cabeza de su tropa, en un caballo negro y nervioso, part�a. La m�sica militar hizo vibrar las notas robustas de una marcha. Periqu�n se despert� al estruendo, se restreg� los ojos, dio un bostezo. Vio los soldados que iban a la campa�a, el fusil al hombro, la mochila a la espalda. y al comp�s de la m�sica ech� a andar con ellos. Camina, caminando, lleg� hasta las afueras de la ciudad. Entonces una gran idea, una idea luminos�sima, surgi� en aquella cabecita de p�jaro. Periqu�n ir�a. �Ad�nde? A la guerra. �Qu� granizada de plomo, Dios m�o! Los soldados del enemigo se bat�an con desesperaci�n y mor�an a pu�ados. Se les hab�an quitado sus mejores posiciones. El campo estaba lleno de sangre y humo. Las descargas no se interrump�an y el ca�oneo llevaba un espantoso comp�s en aquel �spero concierto de detonaciones. El capit�n Andr�s peleaba con denuedo en medio de su gente. Se luch� todo el d�a. Las bajas de unos y otros lados eran innumerables. Al caer la noche se escucharon los clarines que suspendieron el fuego. Se vivaque�. Se procedi� a buscar heridos y a reconocer el campo. En un corro, formado tras unas piedras, alumbrado por una sola vela de sebo, estaba Periqu�n acurrucado, con orejas y ojos atentos. Se hablaba de la desaparici�n del capit�n Andr�s. Para el muchacho aquel hombre era querido. Aquel se�or militar era el que le hab�a dado el peso en el hotel; el que, en el camino, al distinguirle andando en pleno sol, le hab�a llamado y puesto a la grupa de su caballer�a; el que en el campamento le daba de su rancho y conversaba con �l. -Al capit�n no se le encuentra -dijo uno-. El cabo dice que vio cuando le mataron el caballo, que le rode� un grupo enemigo, y que despu�s no supo m�s de �l. -�A saber si est� herido! -agreg� otro-. �Y en qu� noche! La noche no estaba oscura, s� nublada; una de esas noches f�nebres y fr�as, preferidas por los fantasmas, las larvas y los malos duendes. Hab�a luna opaca. Soplaba un vientecillo mordiente. All� lejos, en un conf�n del horizonte, agonizaba una estrella, p�lida, a trav�s de una gasa brumosa. Se o�an de cuando en cuando los gritos de los centinelas. Mientras, se conversaba en el corro. Periqu�n desapareci�. �l buscar�a al capit�n Andr�s: �l lo encontrar�a al buen se�or. Pas� por un largo trecho que hab�a entre dos achatadas colinas, y antes de llegar al peque�o bosque, no lejano, comenz� a advertir los montones de cad�veres. Llevaba su hermosa idea fija, y no le preocupaba nada la sombra ni el miedo. Pero, por un repentino cambio de ideas, se le vino a la memoria la "mam�" y unos cuentos que ella le contaba para impedir que el chico saliese de casa por la noche. Uno de los cuentos empezaba: "Este era un fraile..."; otro hablaba de un hombre sin cabeza; otro de un muerto de largas u�as que ten�a la carne como la cera blanca y por los ojos dos llamas azules y la boca abierta. Periqu�n tembl�. Hasta entonces par� mientes en su situaci�n. Las ramas de los �rboles se mov�an apenas al pasar el aire. La luna logr�, por fin, derramar sobre el campo una onda escasa y espectral. Periqu�n vio entre unos cuantos cad�veres, uno que ten�a galones; tembloroso de temor, se acerc� a ver si pod�a reconocer al capit�n. Se le eriz� el cabello. No era �l, sino un teniente que hab�a muerto de un balazo en el cuello; ten�a los ojos desmesuradamente abiertos, faz siniestra y, en la boca, un rictus sepulcral y macabro. Por poco se desmaya el chico. Pero huy� pronto de all�, hacia el bosque, donde crey� o�r algo como un gemido. A su paso tropezaba con otros tantos muertos, cuyas manos cre�a sentir agarradas a sus pantalones. Con el coraz�n palpitante, desfalleciendo, se apoy� en el tronco de un �rbol, donde un grillo empez� a gritarle desde su hendidura: Y-�Periqu�n! �Periqu�n! �Periqu�n! �Qu� est�s haciendo aqu�? El pobre ni�o volvi� a escuchar el gemido y su esperanza calm� su miedo. Se intern� entre los �rboles y a poco oy� cerca de s�, bien claramente: -�Ay! �l era, el capit�n Andr�s, atravesado de tres balazos, tendido sobre un charco de sangre. No pudo hablar. Pero oy� bien la voz tr�mula:-�Capit�n, capit�n, soy yo! Prob� a incorporarse; apenas pudo. Se quit� con gran esfuerzo un anillo, un anillo de boda, y se lo dio a Periqu�n, que comprendi�... La luna lo ve�a todo desde all� arriba, en lo profundo de la noche, triste, triste, triste... Al volver a acostarse, el herido tuvo estremecimientos y expir�. El chico, entonces, sinti� amargura, espanto, un nudo en la garganta, y se alej� buscando el campamento. Cuando volvieron las tropas de la campa�a, vino Periqu�n con ellas. El d�a de la llegada se oyeron en el hotel X grandes alaridos de mujer, despu�s que entr� un chico sucio y vivaz al cuarto n�mero 1. Uno de los criados observ� asimismo que la viuda, loca de dolor, abrazaba, ba�ada en llanto, a Periqu�n, el famoso limpiabotas, que llegaba d�a a d�a gritando: "�Lustren!", y que el maldito muchacho ten�a en los ojos cierta luz de placer, al sentirse abrazado, el rostro junto a la nuca rubia, donde de un florecimiento de oro crespo, surg�a un efluvio perfumado y embriagador. |
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Betún y sangre Derechos Reservados 1976-2012 © Dr. Gloria M. Sánchez Zeledón de Norris.
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