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Rub�n Dar�o |
La canci�n del oro | |
Aquel d�a un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quiz�s un poeta, lleg�, bajo la sombra de los altos �lamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desaf�os de soberbia entre el �nix y el p�rfido, el �gata y el m�rmol; en donde las altas columnas, los hermosos frisos, las c�pulas doradas, reciben la caricia p�lida del sol moribundo. Hab�a tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas y de ni�os encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y all� en los grandes salones, deb�a de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre orintal hace vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego las lunas venecianas, los palisandros y los cedros, los n�cares y los �banos, y el piano negro y abierto, que r�e mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las ara�as cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. �Oh, y m�s all�! M�s all� el cuadro valioso dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bonnat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la yerba tr�mula y humilde. Y m�s all�... ** * ** ( /Muere la tarde./ /Llega a las puertas del palacio un break flamante y charolado, negro y rojo. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la mansi�n, que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de fusta arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche/ ). ** * ** Entonces, en aquel cerebro de loco, que ocultaba un sombrero ra�do, brot� como el germen de una idea que pas� al pecho y fue opresi�n y lleg� a la boca hecho himno que le encend�a la lengua y hac�a entrechocar los dientes. Fue la visi�n de todos los mendigos, de todos los desamparados, de todos los miserables, de todos los suicidas, de todos los borrachos, del harapo y de la llega, de todos los que viven, �Dios m�o! En perpetua noche, tanteando la sombra, cayendo al abismo, por no tener un mendrugo para llenar el est�mago. Y despu�s la turba feliz, el lecho blando, la trufa y el �ureo vino que hierve, el raso y el moir� que con su roce r�en; el novio rubio y la novia morena cubierta de preder�a y blonda; y el gran reloj que la suerte tiene para medir la vida de los felices opulentos, que en vez de granos de arena, deja caer escudos de oro. ** * ** Aquella especie de poeta sonri�; pero su faz ten�a aire dantesco. Sac� de su bolsillo un pan moreno, comi�, y dio viento su himno. Nada m�s cruel que aquel canto tras el mordisco. ** * ** �Cantemos el oro! Cantemos el oro, rey del mundo, que lleva dicha y luz por donde va, como los fragmentos de un sol despedazado. Cantemos el oro, que nace del vientre fecundo de la madre tierra; inmenso tesoro, leche rubia de esa ubre gigantesca. Cantemos el oro, r�o caudaloso, fuente de la vida, que hace j�venes y bellos a los que se ba�an en sus corrientes maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales. Cantemos el oro, porque de �l se hacen las tiaras de los pont�fices, las coronas de los reyes y los cetros imperiales: y porque se derrama por los mantos como un fuego s�lido, e inunda las capas de los arzobispos, y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno en las custodias radiantes. Cantemos el oro, porque podemos ser unos perdidos, y �l nos pone mamparas para cubrir las locuras abyectas de la taberna, y las verg�enzas de las alcobas ad�lteras. Cantemos el oro, porque al saltar de cu�o lleva en su disco el perfil soberbio de los c�sares; y va a repletar las cajas de sus vastos templos, los bancos y mueve las m�quinas y da la vida y hace engordar los tocinos privilegiados. Cantemos el oro, porque �l da los palacios y los carruajes, los vestidos a la moda, y los frescos senos de las mujeres garridas; y las genuflexiones de espinazos aduladores y las muecas de los labios eternamente sonrientes. Cantemos el oro, padre del pan. Cantemos el oro, porque es en las orejas de las lindas damas sostenedor del roc�o del diamante, al extremo de tan sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el latido de los corazones, y en las manos a veces es s�mbolo de amor y de santa promesa. Cantemos el oro, porque tapa las bocas que nos insultan; detiene las manos que nos amenazan, y pone vendas a los pillos que nos sirven. Cantemos el oro, porque su voz es m�sica encantada; porque es heroico y luce en las corazas de los h�roes hom�ricos, y en las sandalias de las diosas y en los coturnos tr�gicos y en las manzanas del jard�n de las Hesp�rides. Cantemos el oro, porque de �l son las cuerdas de las grandes liras, la cabellera de la m�s tiernas amadas, los granos de la espiga y el peplo que al levantarse viste la ol�mpica aurora. Cantemos el oro, premio y gloria del trabajador y pasto del bandido. Cantemos el oro, que cruza por el carnaval del mundo, disfrazado de papel, de plata, de cobre y hasta de plomo. Cantemos el oro, amarillo como la muerta. Cantemos el oro, calificado de vil por los hambrientos; hermano del carb�n, oro negro que incuba el diamante; rey de la mina, donde el hombre lucha y la roca se desgarra; poderoso en el poniente, donde se ti�e en sangre; carne de �dolo; tela de que Fidias hace el traje de Minerva. Cantemos el oro, en el arn�s del cabello, en el carro de guerra, en el pu�o de la espada, en el lauro que ci�e cabezas luminosas, en la copa del fest�n dionis�aco, en el alfiler que hiere el seno de la esclava, en el rayo del astro y en el champa�a que burbujea, como una disoluci�n de topacios hirvientes. Cantemos el oro, porque nos have gentiles, educados y pulcros. Cantemos el oro, porque es la piedra de toque de toda amistad. Cantemos el oro, purificado por el fuego, como el hombre por el sufragio; mordido por la lima, como el hombre por la envidia; golpeado por el martillo, como el hombre por la necesidad; realzado por el estuche de seda, como el hombre por el palacio de m�rmol. Cantemos el oro, esclavo, despreciado por Jer�nimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilari�n, maldecido por Pablo el Ermita�o, quien ten�a por alcaz�r una cueva bronca y por amigos las estrellas de la noche, los p�jaros del alba y las fieras hirsutas y salvajes del yermo. Cantemos el oro, dios becerro, tu�tano de roca, misterioso y callado en su entra�a, y bullicioso cuando brota a pleno sol y a toda vida, sonante como un coro de t�mpanos; feto de astros, residuo de luz, encarnaci�n de �ter. Cantemos el oro, hecho sol, enamorado de la noche, cuya camisa de cresp�n riega de estrellas brillantes, despu�s del �ltimo beso, como una gran muchedumbre de libras esterlinas. �Eh, miserables, beodos, pobres de solemnidad, prostitutas, mendigos, vagos, rateros, bandidos, pordioseros, peregrinos, y vosotros los desterrados, y vosotros los holgazanes, y sobre todo, vosotros, oh poetas! �Un�monos a los felices, a los poderosos, a los banqueros, a los semidioses de la tierra! �Cantemos el oro! ** * ** Y el eco se llev� aquel himno, mezcla de gemido, ditirambo y carcajada; y como ya la noche oscura y fr�a hab�a entrado, el eco resonaba en las tinieblas. Pas� una vieja y pidi� limosna. Y aquella especie de harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quiz�s un poeta, le dio su �ltimo mendrugo de pan petrificado, y se march� por la terrible sombra, rezongando entre dientes.
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La cancion del oro, Ruben Dario Derechos Reservados 1976-2013 � Dr. Gloria M. S�nchez Zeled�n de Norris. Presione aqu� para comunicarse con la artista |