Env�e esta p�gina palomas blanca de Rubén Darío a un amigo


Atelier Yoyita   Galer�a de Arte   Site Map   El estilo Renacentista  El Retrato   El Desnudo   Naturaleza Muerta   La Acuarela   El Paisaje   
Marinas   Pinturas Peque�as   Miniaturas   Animales y mascotas  Flores    Pintura Digital   Caricaturas   El Dibujo   
Autoretratos y otras pinturas  Imágenes del Sur   Imágenes de Europa  Imágenes de Latinoam�rica y el Caribe   Pinturas de Nicaragua   
Biografia   Declaraci�n Artistica   La Escultura   Contrapposto   Freedom Summer 1964   En Proceso   Artista trabajando   Fotografia   Nicaragua   Rub�n Dario   El g�eg�ense o Macho Rat�n   A�adanos a sus enlaces   Enlaces   Sociedades de Inteligencia   
Podria ayudarme a arreglar esta pintura?   Podria ayudarnos a arreglar esta casa presidencial de Nicaragua?   Mississippi
   Katrina recursos en espa�ol   Katrina b�squeda de familiares     Arte Católica    Iconos  Learn to paint
 •Home•   •Rubén Darío•   •PabloNeruda•   •Amado Nervo•   •Manue Acuña•   •Sor Juana Ines de la Cruz•   •Juan de Dios Peza•   •Nezahualcóyotl•   •Guillermo Aguirre y Fierro•   •Jose Asunción Silva•   •Federico Garcia Lorca•   •Manuel Gutierrez Najera•   •Gustavo Adolfo Becquer•   •Alfonsina Storni•   •Salomón de La Selva•   •Ramón de Campoamor• 

Rub�n Dar�o

Palomas blancas y garzas morenas
 

 
 -Mi prima In�s era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy ni�os, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hac�a
vernos como hermanos, vigil�ndonos cuidadosamente, viendo que no
ri��semos. �Adorable, la viejecita, con sus trajes a grandes flores, y
sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher!

** * **


In�s era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprend� a leer antes que
ella; y comprend�a - lo recuerdo muy bien - lo que ella recitaba de
memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba
delante del ni�o Jes�s, la hermosa Mar�a y el se�or San Jos�; todo con
el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que re�an con
risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.

In�s cre�a. Yo tambi�n; pero no tanto como ella. Yo deb�a entrar a un
colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los �ridos
estudios del bachillerato, a comer los platos cl�sicos de los
estudiantes, a no ver el mundo -�mi mundo de mozo! - y mi casa, mi
abuela, mi prima, mi gato, un excelente romano que se restregaba
cari�osamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos
blancos.

Part�.

All� en el colegio mi adolescencia se despert� por completo. Mi voz tom�
timbres aflautados y roncos; llegu� al per�odo rid�culo del ni�o que
pasa a joven. Entonces, por un fen�meno especial, en vez de preocuparme
de mi profesor de matem�ticas, que no logr� nunca hacer que yo
comprendiese el binomio de Newton, pens� - todav�a vaga y
misteriosamente - en mi prima In�s.

Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que
los besos eran un placer exquisito.

Tiempo.

Le� Pablo y Virginia. Lleg� un fin de a�o escolar, y sal�, en
vacaciones, r�pido como una saeta, camino de mi casa. �Libertad!

** * **


-Mi prima- �pero, Dios santo, en tan poco tiempo!- se hab�a hecho una
mujer completa. Yo delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto
serio. Cuando me dirig�a la palabra, me pon�a a sonre�rle con una
sonrisa simple.

Ya ten�a quince a�os y medio In�s. La cabellera, dorada y luminosa al
sol, era un tesoro. Blanca y levemente amapolada, su cara era una
creaci�n murillesca, si ve�a de frente. A veces, contemplando su perfil,
pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de princesa. El
traje, corto antes, hab�a descendido. El seno, firme y esponjado, era un
ensue�o oculto y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules,
inefables; la boca llena de fragancia de vida y de color de p�rpura.
�Sana y virginal primavera!

La abuelita me recibi� con los brazos abiertos. In�s se neg� a
abrazarme, me tendi� la mano. Despu�s, no me atrev� a invitarla a los
juegos de antes. Me sent�a t�mido. �Y qu�! Ella deb�a sentir algo de lo
que yo. �Yo amaba a mi prima!

In�s los domingos iba con la abuela a misa, muy de ma�ana.

Mi dormitorio estaba vecino al de ellas. Cuando cantaban los campanarios
su sonora llamada matinal, ya estaba yo despierto.

O�a, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por la puerta entreabierta
ve�a salir la pareja que hablaba en voz alta. Cerca de m� pasaba el
frufr� de las polleras antiguas de mi abuela, y del traje de In�s,
coqueto, ajustado, para m� siempre revelador.

�Oh, Eros!

** * **


-In�s...

-�...?

Y est�bamos solos a la luz de una luna argentina, dulce, una bella luna
de aquellas del pa�s de Nicaragua.

Le dije todo lo que sent�a, suplicante, balbuciente, echando las
palabras, ya r�pidas, ya contenidas, febril, temeroso. �S�! Se lo dije
todo: las agitaciones sordas y extra�as que en mi experimentaba cerca de
ella; el amor, el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis ideas
fijas en ella, all� en mis meditaciones del colegio; y repet�a como una
oraci�n sagrada la gran palabra: �el amor! Oh, ella deb�a recibir gozosa
mi adoraci�n. Crecer�amos m�s. Ser�amos marido y mujer...

Esper�.

La p�lida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba
perfumes tibios que a m� se me imaginaban propicios para los fogosos
amores. �Cabellos �ureos, ojos paradis�acos, labios encendidos y
entreabiertos!

De repente, y con un moh�n:

-�Ve! La tonter�a...

Y corri�, como una gata alegre adonde se hallaba la buena abuela,
rezando a la callada sus rosarios y responsorios.

Con risa descocada de educanda maliciosa, con aire de locuela:

-�Eh, abuelita!- me dijo...

Ellas, pues, ya sab�an que yo deb�a �decir�.

Con su re�r interrump�a el rezo de la anciana que se qued� pensativa
acariciando las cuentas de su cam�ndula. Y yo que todo lo ve�a, a la
husma, de lejos, lloraba, s�, lloraba l�grimas amargas, �las primeras de
mis desenga�os de hombre!

Los cambios fisiol�gicos que en m� se suced�an y las agitaciones de mi
esp�ritu me conmov�an hondamente. �Dios m�o! So�ador, un peque�o poeta
como me cre�a, al comenzarme el bozo, sent�a llena de ilusiones la
cabeza, de versos los labios, y mi alma y mi cuerpo de p�ber ten�an sed
de amor. �Cu�ndo llegar�a el momento soberano en que alumbrar�a una
celeste mirada el fondo de mi ser, y aquel en que se rasgar�a el velo
del enigma atrayente?

Un d�a, a pleno sol, In�s estaba en el jard�n, regando trigo, entre los
arbustos y las flores, a las que llamaba sus amigas: unas palomas albas,
arrulladoras, con sus buches n�veos y amorosamente musicales. Llevaba un
traje - siempre que con ella he so�ado la he visto con el mismo - gris
azulado, de anchas mangas, que dejaban ver casi por entero los satinados
brazos alabastrinos; los cabellos los ten�a recogidos y h�medos y el
vello alborotado de su nuca blanca y rosa era para m� como luz crespa.
Las aves andaban a su alrededor currucuqueando, e imprim�an en el suelo
oscuro la estrella acarminada de sus patas.

Hac�a calor. Yo estaba oculto tras los ramajes de unos jazmineros. La
devoraba con los ojos. �Por fin se acerc� por mi escondite, la prima
gentil! Me vio tr�mulo, enrojecida la faz, en mis ojos una llama viva y
rara, y acariciante, y se puso a re�r cruelmente, terriblemente. �Y
bien! Oh, aquello no era posible. Me lanc� con rapidez frente a ella.
Audaz, formidable deb�a de estar, cuando ella retrocedi� como asustada,
un paso.

-�Te amo!

Entonces torn� a re�r. Una paloma vol� a uno de sus brazos. Ella la mim�
d�ndole granos de trigo entre las perlas de su boca fresca y sensual. Me
acerqu� m�s. Mi rostro estaba junto al suyo. Los rendidos animales nos
rodeaban. Me turbaba el cerebro una onda invisible y fuerte y de aroma
femenil. Se me antojaba In�s una paloma hermosa y humana, blanca y
sublime: y al propio tiempo llena de fuego, de ardor. �Un tesoro de
dichas! No dije m�s. Le tom� la cabeza y le di un beso en una mejilla,
un beso r�pido, quemante de pasi�n furiosa. Ella, un tanto enojada,
sali� en fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando un
opaco ruido de alas sobre los arbustos temblorosos. Yo, abrumado, qued�
inm�vil.

** * **


Al poco tiempo part�a a otra ciudad. La paloma blanca y rubia no hab�a
�ay! mostrado a mis ojos el so�ado para�so del misterioso deleite.

** * **


�Musa ardiente y sacra para mi alma, el d�a hab�a de llegar! Elena la
graciosa, la alegre, ella fue el nuevo amor. �Bendita sea aquella boca,
que murmur� por primera vez cerca de m� las inefables palabras!

Era all�, en una ciudad que est� a la orilla de un lago de mi tierra, un
lago encantador, lleno de islas floridas, con p�jaros de colores.

Los dos solos est�bamos cogidos de las manos, sentados en el viejo
muelle, debajo del cual el agua glauca y oscura chapoteaba musicalmente.
Hab�a un crep�sculo acariciador, de aquellos que son la delicia de los
enamorados tropicales. En el cielo opalino se ve�a una diafanidad
apacible que disminu�a hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro, por
la parte del oriente, y aumentaba convirti�ndose en oro sonrosado en el
horizonte profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y desfallecientes los
�ltimos rayos solares. Arrastrada por el deseo, me miraba la adorada m�a
y nuestros ojos se dec�an cosas ardorosas y extra�as. En el fondo de
nuestras almas cantaban un un�sono embriagador como dos invisibles y
divinas filomelas.

Yo extasiado ve�a a la mujer tierna y ardiente; con su cabellera casta�a
que acariciaba con mis manos, su rostro color de canela y rosa, su boca
cleopatrina, su cuerpo gallardo y virginal; y o�a su voz queda, muy
queda, que me dec�a frases cari�osas, tan bajo, como que s�lo eran para
m�, temerosa quiz�s de que se las llevase el viento vespertino. Fija en
m�, me inundaban de felicidad sus ojos de Minerva, ojos verdes, ojos que
deben siempre gustar a los poetas. Luego, erraban nuestras miradas por
el lago, todav�a lleno de vaga claridad. Cerca de la orilla, se detuvo
un gran grupo de garzas. Garzas blancas, garzas morenas de esas que
cuando el d�a calienta, llegan a las riberas a espantar a los
cocodrilos, que con las anchas mand�bulas abiertas beben sol sobre las
rocas negras. �Bellas garzas! Algunas ocultaban los largos cuellos en la
onda o bajo el ala, y semejaban manchas de flores vivas y sonrosadas,
m�viles y apacibles. A veces una, sobre una pata, se alisaba con el pico
las plumas, o permanec�a inm�vil, escultural o hier�ticamente, o varias
daban un corto vuelo, formando en el fondo de la ribera llena de verde,
o en el cielo, caprichosos dibujos, como las bandadas de grullas de un
parasol chino.

Me imaginaba junto a mi amada, que de aquel pa�s de la altura me
traer�an las garzas muchos versos desconocidos y so�adores. Las garzas
blancas las encontraba m�s puras y m�s voluptuosas, con la pureza de la
paloma y la voluptuosidad del cisne; garridas con sus cuellos reales,
parecidos a los de las damas inglesas que junto a los pajecillos rizados
se ven en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la corte de Londres.
Sus alas, delicadas y albas, hacen pensar en desfallecientes sue�os
nupciales; todas - bien dice un poeta - como cinceladas en jaspe.

�Ah, pero las otras, ten�an algo de m�s encantador para m�! Mi Elena se
me antojaba como semejante a ellas, con su color de canela y de rosa,
gallarda y gentil.

Ya el sol desaparec�a, arrastrando toda su p�rpura opulenta de rey
oriental. Yo hab�a halagado a la amada tiernamente con mis juramentos y
frases melifluas y c�lidas, y juntos segu�amos en un l�nguido d�o de
pasi�n inmensa. Hab�amos sido hasta ah� dos amantes so�adores,
consagrados m�sticamente uno a otro.

De pronto, y como atra�dos por una fuerza secreta, en un momento
inexplicable, nos besamos en la boca, todos tr�mulos, con un beso para
m� sacrat�simo y supremo: el primer beso recibido de labios de mujer.
�Oh, Salom�n, b�blico y real poeta! T� lo dijiste como nadie: �/Mel et
lac sub lingua tua/�.

Aquel d�a no so�amos m�s.

** * **


�Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! T� tienes en los
recuerdos profundos que en mi alma forman lo m�s alto y sublime, una luz
inmortal.

�Porque t� me revelaste el secreto de las delicias divinas, en el
inefable primer instante del amor!

 

 

 
A Colón • Poema de Otoño • Responso a Verlaine • La cabeza del Rawi • Canci�n de Carnaval • Salutaci�n al optimista • Letanía de nuestro señor Don Quijote • La copa de las hadas • Los motivos del lobo • Sonatina • La Marcha Triunfal • Cantos de Vida y Esperanza • A Roosvelt • Caupolicán • Del Tr�pico • El Coloquio de los Centauros • Lo fatal • A Margarita Debayle • Yo persigo una forma • Nocturno • All� lejos • Que el amor no admite cuerdas reflexiones • Mía • La bailarina de los pies desnudos • Rimas • Ite, missa est • Caracol • A  Amado Nervo • A Campoamor • La Cartuja • La Calumnia • Las �nforas de Epicuro • Nicaragua • Nocturno • De Oto�o • La poesía castellana • Nocturno • Sinfon�a en Gris Mayor • Desde La Pampa • Pr�logo de Abrojos • Abrojos • Rimas • El cisne • Yo soy aquel • Los cisnes • Garconnière • De invierno • Ama tu ritmo • 
El fardo • Huitzilopoxtli • Thanatopia • Bet�n y Sangre • Morbo et Umbra • Theodora • El triunfo de Calib�n • Idilio marino • 
I El rey burgu�s • II La Ninfa • IV El velo de la reina Mab • V La canci�n del oro • VI El rubí • VII El palacio del sol • VIII El pájaro azul • IX Palomas blancas y garzas morenas • Dedicatoria de Rubén a la primera y 2da edición de Azul • 
I En busca de cuadros • II Acuarela • III Paisaje • IV Aguafuerte • V La virgen de la paloma • VI La cabeza • 
I Acuarela • II Un retrato de Watteau • III Naturaleza muerta • IV Al carb�n • 
De invierno • Homenaje a Rubén Darío  • 



Derechos Reservados 1976-2009 � Dr. Gloria M. S�nchez Zeled�n de Norris. Presione aqu�   para comunicarse con la artista

Links to Page