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Rub�n Dar�o |
Palomas blancas y garzas morenas | |
-Mi prima In�s era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde
muy ni�os, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hac�a
vernos como hermanos, vigil�ndonos cuidadosamente, viendo que no ri��semos. �Adorable, la viejecita, con sus trajes a grandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher! ** * ** In�s era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprend� a leer antes que ella; y comprend�a - lo recuerdo muy bien - lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del ni�o Jes�s, la hermosa Mar�a y el se�or San Jos�; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que re�an con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela. In�s cre�a. Yo tambi�n; pero no tanto como ella. Yo deb�a entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los �ridos estudios del bachillerato, a comer los platos cl�sicos de los estudiantes, a no ver el mundo -�mi mundo de mozo! - y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, un excelente romano que se restregaba cari�osamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos. Part�. All� en el colegio mi adolescencia se despert� por completo. Mi voz tom� timbres aflautados y roncos; llegu� al per�odo rid�culo del ni�o que pasa a joven. Entonces, por un fen�meno especial, en vez de preocuparme de mi profesor de matem�ticas, que no logr� nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pens� - todav�a vaga y misteriosamente - en mi prima In�s. Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito. Tiempo. Le� Pablo y Virginia. Lleg� un fin de a�o escolar, y sal�, en vacaciones, r�pido como una saeta, camino de mi casa. �Libertad! ** * ** -Mi prima- �pero, Dios santo, en tan poco tiempo!- se hab�a hecho una mujer completa. Yo delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto serio. Cuando me dirig�a la palabra, me pon�a a sonre�rle con una sonrisa simple. Ya ten�a quince a�os y medio In�s. La cabellera, dorada y luminosa al sol, era un tesoro. Blanca y levemente amapolada, su cara era una creaci�n murillesca, si ve�a de frente. A veces, contemplando su perfil, pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de princesa. El traje, corto antes, hab�a descendido. El seno, firme y esponjado, era un ensue�o oculto y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules, inefables; la boca llena de fragancia de vida y de color de p�rpura. �Sana y virginal primavera! La abuelita me recibi� con los brazos abiertos. In�s se neg� a abrazarme, me tendi� la mano. Despu�s, no me atrev� a invitarla a los juegos de antes. Me sent�a t�mido. �Y qu�! Ella deb�a sentir algo de lo que yo. �Yo amaba a mi prima! In�s los domingos iba con la abuela a misa, muy de ma�ana. Mi dormitorio estaba vecino al de ellas. Cuando cantaban los campanarios su sonora llamada matinal, ya estaba yo despierto. O�a, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por la puerta entreabierta ve�a salir la pareja que hablaba en voz alta. Cerca de m� pasaba el frufr� de las polleras antiguas de mi abuela, y del traje de In�s, coqueto, ajustado, para m� siempre revelador. �Oh, Eros! ** * ** -In�s... -�...? Y est�bamos solos a la luz de una luna argentina, dulce, una bella luna de aquellas del pa�s de Nicaragua. Le dije todo lo que sent�a, suplicante, balbuciente, echando las palabras, ya r�pidas, ya contenidas, febril, temeroso. �S�! Se lo dije todo: las agitaciones sordas y extra�as que en mi experimentaba cerca de ella; el amor, el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis ideas fijas en ella, all� en mis meditaciones del colegio; y repet�a como una oraci�n sagrada la gran palabra: �el amor! Oh, ella deb�a recibir gozosa mi adoraci�n. Crecer�amos m�s. Ser�amos marido y mujer... Esper�. La p�lida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba perfumes tibios que a m� se me imaginaban propicios para los fogosos amores. �Cabellos �ureos, ojos paradis�acos, labios encendidos y entreabiertos! De repente, y con un moh�n: -�Ve! La tonter�a... Y corri�, como una gata alegre adonde se hallaba la buena abuela, rezando a la callada sus rosarios y responsorios. Con risa descocada de educanda maliciosa, con aire de locuela: -�Eh, abuelita!- me dijo... Ellas, pues, ya sab�an que yo deb�a �decir�. Con su re�r interrump�a el rezo de la anciana que se qued� pensativa acariciando las cuentas de su cam�ndula. Y yo que todo lo ve�a, a la husma, de lejos, lloraba, s�, lloraba l�grimas amargas, �las primeras de mis desenga�os de hombre! Los cambios fisiol�gicos que en m� se suced�an y las agitaciones de mi esp�ritu me conmov�an hondamente. �Dios m�o! So�ador, un peque�o poeta como me cre�a, al comenzarme el bozo, sent�a llena de ilusiones la cabeza, de versos los labios, y mi alma y mi cuerpo de p�ber ten�an sed de amor. �Cu�ndo llegar�a el momento soberano en que alumbrar�a una celeste mirada el fondo de mi ser, y aquel en que se rasgar�a el velo del enigma atrayente? Un d�a, a pleno sol, In�s estaba en el jard�n, regando trigo, entre los arbustos y las flores, a las que llamaba sus amigas: unas palomas albas, arrulladoras, con sus buches n�veos y amorosamente musicales. Llevaba un traje - siempre que con ella he so�ado la he visto con el mismo - gris azulado, de anchas mangas, que dejaban ver casi por entero los satinados brazos alabastrinos; los cabellos los ten�a recogidos y h�medos y el vello alborotado de su nuca blanca y rosa era para m� como luz crespa. Las aves andaban a su alrededor currucuqueando, e imprim�an en el suelo oscuro la estrella acarminada de sus patas. Hac�a calor. Yo estaba oculto tras los ramajes de unos jazmineros. La devoraba con los ojos. �Por fin se acerc� por mi escondite, la prima gentil! Me vio tr�mulo, enrojecida la faz, en mis ojos una llama viva y rara, y acariciante, y se puso a re�r cruelmente, terriblemente. �Y bien! Oh, aquello no era posible. Me lanc� con rapidez frente a ella. Audaz, formidable deb�a de estar, cuando ella retrocedi� como asustada, un paso. -�Te amo! Entonces torn� a re�r. Una paloma vol� a uno de sus brazos. Ella la mim� d�ndole granos de trigo entre las perlas de su boca fresca y sensual. Me acerqu� m�s. Mi rostro estaba junto al suyo. Los rendidos animales nos rodeaban. Me turbaba el cerebro una onda invisible y fuerte y de aroma femenil. Se me antojaba In�s una paloma hermosa y humana, blanca y sublime: y al propio tiempo llena de fuego, de ardor. �Un tesoro de dichas! No dije m�s. Le tom� la cabeza y le di un beso en una mejilla, un beso r�pido, quemante de pasi�n furiosa. Ella, un tanto enojada, sali� en fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando un opaco ruido de alas sobre los arbustos temblorosos. Yo, abrumado, qued� inm�vil. ** * ** Al poco tiempo part�a a otra ciudad. La paloma blanca y rubia no hab�a �ay! mostrado a mis ojos el so�ado para�so del misterioso deleite. ** * ** �Musa ardiente y sacra para mi alma, el d�a hab�a de llegar! Elena la graciosa, la alegre, ella fue el nuevo amor. �Bendita sea aquella boca, que murmur� por primera vez cerca de m� las inefables palabras! Era all�, en una ciudad que est� a la orilla de un lago de mi tierra, un lago encantador, lleno de islas floridas, con p�jaros de colores. Los dos solos est�bamos cogidos de las manos, sentados en el viejo muelle, debajo del cual el agua glauca y oscura chapoteaba musicalmente. Hab�a un crep�sculo acariciador, de aquellos que son la delicia de los enamorados tropicales. En el cielo opalino se ve�a una diafanidad apacible que disminu�a hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro, por la parte del oriente, y aumentaba convirti�ndose en oro sonrosado en el horizonte profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y desfallecientes los �ltimos rayos solares. Arrastrada por el deseo, me miraba la adorada m�a y nuestros ojos se dec�an cosas ardorosas y extra�as. En el fondo de nuestras almas cantaban un un�sono embriagador como dos invisibles y divinas filomelas. Yo extasiado ve�a a la mujer tierna y ardiente; con su cabellera casta�a que acariciaba con mis manos, su rostro color de canela y rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y virginal; y o�a su voz queda, muy queda, que me dec�a frases cari�osas, tan bajo, como que s�lo eran para m�, temerosa quiz�s de que se las llevase el viento vespertino. Fija en m�, me inundaban de felicidad sus ojos de Minerva, ojos verdes, ojos que deben siempre gustar a los poetas. Luego, erraban nuestras miradas por el lago, todav�a lleno de vaga claridad. Cerca de la orilla, se detuvo un gran grupo de garzas. Garzas blancas, garzas morenas de esas que cuando el d�a calienta, llegan a las riberas a espantar a los cocodrilos, que con las anchas mand�bulas abiertas beben sol sobre las rocas negras. �Bellas garzas! Algunas ocultaban los largos cuellos en la onda o bajo el ala, y semejaban manchas de flores vivas y sonrosadas, m�viles y apacibles. A veces una, sobre una pata, se alisaba con el pico las plumas, o permanec�a inm�vil, escultural o hier�ticamente, o varias daban un corto vuelo, formando en el fondo de la ribera llena de verde, o en el cielo, caprichosos dibujos, como las bandadas de grullas de un parasol chino. Me imaginaba junto a mi amada, que de aquel pa�s de la altura me traer�an las garzas muchos versos desconocidos y so�adores. Las garzas blancas las encontraba m�s puras y m�s voluptuosas, con la pureza de la paloma y la voluptuosidad del cisne; garridas con sus cuellos reales, parecidos a los de las damas inglesas que junto a los pajecillos rizados se ven en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la corte de Londres. Sus alas, delicadas y albas, hacen pensar en desfallecientes sue�os nupciales; todas - bien dice un poeta - como cinceladas en jaspe. �Ah, pero las otras, ten�an algo de m�s encantador para m�! Mi Elena se me antojaba como semejante a ellas, con su color de canela y de rosa, gallarda y gentil. Ya el sol desaparec�a, arrastrando toda su p�rpura opulenta de rey oriental. Yo hab�a halagado a la amada tiernamente con mis juramentos y frases melifluas y c�lidas, y juntos segu�amos en un l�nguido d�o de pasi�n inmensa. Hab�amos sido hasta ah� dos amantes so�adores, consagrados m�sticamente uno a otro. De pronto, y como atra�dos por una fuerza secreta, en un momento inexplicable, nos besamos en la boca, todos tr�mulos, con un beso para m� sacrat�simo y supremo: el primer beso recibido de labios de mujer. �Oh, Salom�n, b�blico y real poeta! T� lo dijiste como nadie: �/Mel et lac sub lingua tua/�. Aquel d�a no so�amos m�s. ** * ** �Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! T� tienes en los recuerdos profundos que en mi alma forman lo m�s alto y sublime, una luz inmortal. �Porque t� me revelaste el secreto de las delicias divinas, en el inefable primer instante del amor! |
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